No soy lector de Stephen King. Eso no se debe a que tenga algo contra él. Simplemente no ocurrió que alguno de sus libros cayera en mis manos. Miento. Tengo uno pero no cotiza, quiero decir, no es una historia de ataúdes inquietos. Se llama Mientras escribo y aborda la escritura como oficio. El libro, muy recomendable para escritores nóveles o ya formados, no dice nada original. Pero eso poco que dice o repite sigue siendo fundamental. Dice por ejemplo que a escribir se empieza palabra por palabra. Dicho de otro modo. Así como a nadar se aprende nadando a escribir se aprende escribiendo. Luego añade: y leyendo. Las dos cosas. King propone a los iniciados componer mil palabras diarias con un día semanal de descanso. Es una cantidad apreciable. ¿Pero de qué mil palabras se trata? Después de desconectar teléfonos, celulares, radios, televisores, ipods y tablets, después de cerrar el cuarto con doble vuelta de llave, el paso siguiente es crear y crearse un mundo propio, y, sobre todo, ser honestos. No mentir en el sentido profundo del término. O mentir para decir una verdad por más parcial que sea. En su última provocación Stephen King dice que desconfía de los argumentos. Lo subraya por dos razones. Una. La vida misma carece de argumento. Dos. La idea previa conspira contra la espontaneidad de la creación auténtica. Las historias interesantes aparecen en el acto mismo de escritura al igual que los buenos comienzos y las escenas emocionantes. ¿Y qué sentido tiene preocuparse por el final?, pregunta el maestro. ¿Y de qué sirve obsesionarse con controlar todo incluso aquello? Tarde o temprano -concluye- siempre pasa algo.
L.
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