Hubo y hay un gran malentendido en torno a la vida y la obra de Franz Kafka (1883-1924). Al autor de El proceso y América se lo supuso y aún se lo imagina amargado, oscuro, lunático, incapaz de gozar, una especie de monstruoso insecto como el de La metamorfosis. No fue así. Quien se tome el trabajo de acercarse a Kafka sin anteojeras descubrirá a un hombre erótico y activo, buen nadador, fino conversador, nudista por convicción, vegetariano, y, por sobre todo, mujeriego incurable. En este punto, la relación con las mujeres, se presenta un aspecto nada fácil de entender. Kafka padecía la dificultad de no poder disfrutar del sexo con las mujeres que verdaderamente amaba. Podía sí entregarse a pleno con las putas de ocasión. El paseo preferido del escritor consistía en salir de ronda por los prostíbulos de Praga. En carta escrita a Milena, una de sus chicas más queridas, deslizó, ante la insistencia de su amante por llevarlo a la cama con la mayor urgencia, que sólo aceptaría el coito como un precio a pagar por la alegría de estar juntos. Es una historia encerrada -diría Silvio-. Es sobre un ser de la nada. La sonrisa de Kafka fue tan amplia y profunda como su obra. Esa luz se apagó apenas con su muerte precoz, por tuberculosis, justo cuando el mundo afilaba con esmero las armas del nazismo y la desgracia.
L.
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