En la casa de las pinturas hubo un muerto. No pude comprobarlo pero vi el cuarto vacío y los placares fingidos. Abría las puertas y encontraba una pared. Abría los cajones y no había cajones. En el lugar me habían contratado para dar un taller de arte a un grupo de desconocidos. Era un taller con modelo vivo. Con ese fin había contratado a una joven desnuda que debía ser dibujada y pintada por los alumnos en los papeles de escenografía como si en realidad no fuera más que un conjunto de luces y sombras. La casa de las pinturas se componía de un confuso caserón y un largo jardín parecido al de mi infancia. Los relojes rodaban hacia atrás y los sueños, también el mío, eran reales. Había pinceles en los vasos y principiantes dispuestos a convertirse en artistas. A pesar de su nombre la casa de las pinturas se veía en blanco y negro. La modelo desnuda como sombras y luces esperaba en el suelo que llegaran los alumnos. Pero los relojes rodaban hacia atrás y los sueños, también éste, me recordaban que hubo un muerto en la casa. No pude comprobarlo pero vi el cuarto vacío y los placares fingidos.
L.
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