A. me deja chocolates en la mesa para que el día se haga menos pesado. De noche me pide que gire el cuerpo mirando hacia la pared forrada de placares. Entonces me abraza desde atrás, pegada a mi cuerpo en posición fetal, casi adherida a la postura del cielo estirado. Así duelen menos los fantasmas de la noche. En las mañanas espera que yo salga de la ducha para poner la música exacta, la que puede salvarme, la que oímos un millón de veces, la que nos acompañó en los bosques del País de Nunca Jamás. A. me quiere como se quiere a un perro de la lluvia. Y yo la amo como se ama a una ventana que jamás se cierra. A. no dice nada. Y no lo hace porque entre nosotros no hace falta decir algo para vivir. No matamos el tiempo. Gira, me ordena. Y yo lo hago mirando a la pared forrada de placares que de pronto se ahonda y alarga como una tumba sin nombre.
L.
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