Habrá que elegir. Hablar o ser hablados. ¿Hablados por quién? Por los otros. Por cualquiera. Esta última opción es cómoda. Consiste en hablar y opinar como lo hacen todos. Hablar igual que los diarios y las televisiones. Hablar como nuestros padres y abuelos. Hablar como se supone que debemos hablar para no molestar a nadie. La opción, como se ha dicho, es práctica y conveniente porque adaptarse a los demás no genera conflictos. Al contrario. Resuelve toda contradicción y si bien no reporta ningún crecimiento espiritual o personal al menos permite una vida tranquila y sin contratiempos. Elegir la voz propia, en cambio, es como poner el dedo en el ventilador. Es rechazar las ideas que los otros quieren imponernos, es renunciar a la integración social. Nos obliga a estar todo el tiempo alertas. Corremos el riesgo de ser injuriados, ofendidos, desplazados hasta los últimos lugares. Ser hablados refuerza nuestra condición de animales sociales. Hablar, en cambio, sólo garantiza la identidad, la originalidad, la singularidad, valores todos que no están de moda en estos tiempos.
L.
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