miércoles, 30 de abril de 2014

Elogio del desnudo


Renoir (1841-1919) creía que sería admirado por sus pinturas de mujeres desnudas. Curiosamente quien se detenga a ver sus cuadros observará que las figuras femeninas jamás están desvestidas del todo. Lo que las rodea está cubierto por un velo invisible. El artista ilumina la sinuosa carne de las damas, la piel, la luz que juega con ellas. A veces los desnudos de Renoir parecen castos. Se ven hombros, pechos, muslos, pies, montículos, hoyuelos. El observador se maravilla con la suavidad y la tibieza que parecen emanar de la tela. Pero el conjunto se diluye al fin debido a que la figura humana se oculta eternamente en la acción artística. ¿Por qué atraen tanto los desnudos? Quizás en medio de la soledad colectiva e individual que avanza en el mundo se haga necesaria la presencia de cuerpos, ya no de fantasmas, para consolarnos, fortalecernos, alentarnos o inspirarnos. Lo visual, se sabe, desempeña un papel importante en la existencia de muchos animales. La pornografía explota ese dato para imponerla en los humanos que aún no superaron la condición bestial. Como sea y por lo que sea. Pero la visión de pechos, genitales, ombligos o piernas sin ropa adquiere a veces una categoría inexplicable. La atracción del desnudo es poderosa al comienzo. Pero decae tras unos minutos de contemplación. La sexualidad humana no se basta a sí misma con la exposición de piel. Ni siquiera el alma desnuda, un imposible, garantiza nada en tal sentido.
L.

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