sábado, 19 de abril de 2014
Los viajes
Para llegar lejos, muy lejos, más lejos que nadie en el mundo, no hace falta moverse del lugar donde uno está. Ni un centímetro. Esto lo saben sobre todo los viajeros de ley, los soñadores, los locos, los niños, los poetas sin hogar. Lo saben pero no lo dicen. Y no lo dicen porque saben que en tal caso serán mal mirados o aún maltratados. Se sabe que para una parte significativa de la población feliz no existe nada mejor que viajar. Y a la vez, para esa parte compuesta por millones y millones, no hay nada peor que quedarse en el lugar donde se está sin moverse casi. Como piedras, como estacas, como sombras a la sombra de otra sombra. Por eso van tan rápido los autos a lo largo de cintas brillantes. Por eso hay tantos aviones en el cielo. Se mueven a velocidad de crucero y llegan veloces a los parajes más distantes. Algo hay allá, dice alguien. Allá seguramente hay algo que aquí no se encuentra. Pero para llegar lejos, muy lejos, más lejos que nadie en el mundo, no hace falta moverse del lugar donde uno está. Porque la meta más añorada del viajero es volver al punto de partida. El viaje es adoptado como una técnica para evitar el sufrimiento y alcanzar un estado de satisfacción constante e inmediata. Más allá debe haber algo, dice alguien. Algo seguramente debe haber allá. El viajero apuesta a curarse de sus males a través del desplazamiento físico. Tarde o temprano entiende lo inútil del esfuerzo. Entiende que vaya donde vaya no encontrará nada que no lleve consigo. Al final de todos los viajes, aún los más hermosos, se aprende que para llegar lejos, muy lejos, más lejos que nadie en el mundo, no hace falta moverse ni siquiera un centímetro.
L.
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