Le dije a Paula que era hermosa y ella rió de placer o de vergüenza. Bajamos a la playa y entramos al mar como si el mundo no existiera. Alcanzamos la segunda rompiente y empezamos a nadar juntos. Me puse atrás y la tomé por la cintura. Entonces todo vaciló. Nos quedamos un rato mirando los buques gigantes que esperan turno para entrar al puerto. En el agua se armó una burbuja de silencio en el desierto de los ruidos. Después ella me enseñó un juego. Al nadar había que beber de la cresta de las olas, conservar en la boca toda la espuma posible y colocarse de espaldas para lanzarla al cielo. Se formaba una especie de encaje alto y luminoso que se deshacía en el aire o caía como lluvia en la cara de los dos. Fue entonces cuando le dije que era hermosa y ella rió, no sé si de placer o de vergüenza.
L.
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