La lectura del diario íntimo de Alejandra Pizarnik deja huellas en la piel más dura. Cada párrafo es un abismo. Llama la atención ahí cierto egocentrismo enfermizo que de pronto se mezcla con humor y referencias a momentos de gran plenitud. Lo que también se percibe es demasiado enamoramiento del yo. En ocasiones Alejandra entiende que poesía, vida y mundo no están divorciados. La preocupación obsesiva por el contacto físico parece un camino posible. La palabra poética, dice, debe estar llena de polvo, de cielo, de amor, de orín, de sexo, de violetas, de sudor, de miedo. Es una pena que la escritora no haya profundizado en la visión del lenguaje como instrumento fallido, incompleto y alejado de la noción de absoluto. De haberlo hecho, quién sabe, no se hubiera matado.
L.
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