Consideremos el caso de Ernest Hemingway (1899-1961). Fue por lejos uno de los mayores escritores estadounidenses del siglo pasado. Consideremos su vida inabarcable. Cazador, corresponsal de guerra, alcohólico, amante de Marlene Dietrich, pendenciero de tabernas, pescador de aguas profundas, boxeador, amigo de la revolución cubana, en fin, un hombre que podríamos añadir sin error a la estirpe de los bárbaros geniales. Consideremos su obra. Por quién doblan las campanas, El viejo y el mar, París era una fiesta. O sus cuentos igualmente impecables (Los asesinos, Colinas como elefantes blancos, Padres e hijos). Estaba preocupado por lograr que sus palabras se desplacen como témpanos. Fue su marca. La dignidad del desplazamiento de un témpano -dijo- se debe a que sólo una octava parte de él aparece en la superficie. Ahí estaba el secreto de su prosa inigualable. Como el viejo pescador de su breve novela Hemingway buscaba al gran pez de la vida. ¿Lo encontró? Imposible saberlo. Ningún río es suficiente para un alma sedienta. De pronto Hemingway dejó de publicar y, en julio de 1961, se disparó un balazo de escopeta en el paladar. El mundo mata a los que no se rinden, escribió una vez en Adiós a las armas. A los demás también los elimina pero sin tanto apuro. ¿Cómo evitar que el mundo cumpla ese destino fatal?, se preguntó una vez Abelardo Castillo. En rigor no hay más que dos caminos, se respondió. Matándose uno mismo o escribiendo textos perdurables. Hemingway, por lo visto, eligió los dos.
L.
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