miércoles, 29 de octubre de 2014

Gacela

Caminaba en silencio por la playa cuando encontré una gacela que dormía: ojos de nuez, pelitos finos, cejas resueltas en líneas desgarbadas. Sin hacer ruido giré en torno al animal de boca singular y patas largas. Me quedé quieto. Casi mudo. Pero la prudencia fue inútil. La gacela despertó, avanzó hacia mí y ya no supe qué hacer. Mientras pensaba en cosas vagas –un sonido de violín en el desierto- me senté en un manto ennegrecido por el humo. Las gacelas no lloran. Las gacelas no aman. Ella olió mi camisa, tembló al ver mis manos en declive, se hundió como una lámpara en el cielo. Transcurrieron las horas, los años, los peces. Por un instante quise escapar. Pero al final seguí esperando la noche. Con la última luz dibujé palabras que una ola menguante borró. Ahora la gacela y yo caminamos juntos por la orilla. No le hacemos mal a nadie. Pero hay alguien, sin embargo, que apunta desde lejos directo al corazón.
L. 

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