Conocí a Lenna por error. Era o debe seguir siendo la joven de lentes oscuros que hace años fue mi traductora en Helsinki y otras ciudades. Ella no es rubia ni tetona como sus compatriotas. Era o es delgada y fría. Sonríe apenas y lo hace como un deber de conciencia. Yo había viajado a Finlandia en mi asumida condición de geógrafo. Necesitaba datos para escribir un libro sobre países de climas extremos. En la oficina donde debía aparecer una tal Dana se presentó Lenna. El cambio inicialmente me fastidió. Pero no tuve a quién quejarme. Con el tiempo Lenna se convirtió en mi casa, mi perro, mi niñez. En el norte habíamos pasado más de cincuentas día sin ver el sol, circunstancia que aproveché cuantas veces pude para quitarle su pesada falda en las interminables veladas del hotel. Nada mejor puede hacerse en una noche del círculo polar. Con Lenna habíamos planeado conocer la región de los mil lagos. Pero al final terminábamos en el sauna o tomando cerveza en los bares de Turku. Fue en una aldea de esa zona cuando una tarde sonó el celular que Lenna guarda o guardaba en su cartera de piel de reno. Se levantó sin decir palabra, se despidió con un gesto que hoy me animaría a calificar de sobreactuado y desapareció de mi vida para siempre.
L.
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