Lo que se me reprocha es ser un pez, es decir, yo mismo. Los defensores de la moral y las sanas costumbres preferirían quizás que fuera pájaro, puma o dinosaurio. O que no me mueva o moviera siempre entre cortinas de humo. Para colmo el pez está desnudo, lo dice Lispector, y eso es un pecado grave para los pescados. Los dueños del sentido me acusan con el dedo untando en barro gris. Me juzgan por las migraciones que hago contra la corriente para desovar en los ríos de Alaska. Saben que voy a morir en ese lance pero ni siquiera eso me perdonan, como en Guantánamo que le niegan a los peces el derecho a suicidarse en paz. No puedo circular libremente por los cauces de montaña. No puedo copular en las aguas tibias. Quieren que use traje y que trague los grandes y honorables discursos. Se me critican la cama y las escamas. Se me reprocha la cola al descubierto y el hecho de respirar por las branquias y esa capacidad que tengo de hundirme y no ahogarme, de llorar sin que se note, de leer en los corales y abrir la boca, bien abierta, para todos los bellos y engañosos anzuelos, espejismos, que la vida ofrece a manos y aletas llenas. Lo que se me reprocha es ser un pez, es decir, yo mismo.
L.
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