Viajaba hoy en el colectivo 24 por la zona de Once cuando asistí a un acto de barbarie extrema que me cuesta digerir. Un grupo de cuarenta o cincuenta personas golpeaban a un joven con bates de béisbol, caños pesados, fierros, cascotes y patadas. El muchacho, probable ladrón o arrebatador o quién sabe qué, se defendía como podía con sus manos hasta que se derrumbó en la vereda por los golpes y la gente, mujeres y hombres de bien, acababan con él dándole golpes certeros en la cabeza ya destrozada mientras el conductor del colectivo en el que yo viajaba, sin siquiera informarse de lo que había ocurrido, gritaba mátenlo, mátenlo, mátenlo, así, tres veces, lo cual alentó aún más el furor criminal de los ciudadanos indignados. Me cuentan que los linchamientos como el que vi se extienden en la Capital y el Gran Buenos Aires. Con ellos daría la impresión de que la idea de justicia por mano propia también se extiende con potencia. Imaginemos adónde puede llevarnos ese camino. El que mata debe morir, ha dicho la fiscal Susana Giménez en medio de aplausos. Cuarenta o cincuenta hombres y mujeres de bien seguramente ya ultimaron y remataron a ese joven de remera negra y apenas dos manos para defenderse. Y sé que por contar esto puedo ganarme fama de resentido, amargado, un imbécil dedicado a contar horribles historias como ésta un sábado a la noche. Será que no aprendí a ver el vaso medio lleno. Será que me resisto al lado luminoso de la Luna. Será que sólo puedo ver el asesinato colectivo de un joven, ignorando ángeles y rosas, y que no puedo ya dejar de oír el grito estentóreo del chofer justiciero. Mátenlo.
L.
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