El concepto de no copiar la vida es fundamental para toda creación. En China, desde hace dos mil años, esa idea viene presidiendo la producción artística como un mandato supremo. A los chinos de la antigüedad les bastaba un pequeño pincel y unas gotas de tinta para presentar, como decían, los diez mil seres y las diez mil cosas. Trabajando como la naturaleza los creadores se basaron además en la unión indisoluble de elementos antitéticos como el Yin -principio femenino, sombra, luna- y el Yang -principio masculino, luz, sol- que, luego, como la nube y la lluvia, se unen y se alejan en una suerte de cópula secreta. La idea no consiste en reproducir el universo tal cual es sino en captar su hálito interno y las relaciones invisibles que subyacen detrás de lo evidente. Mientras en Occidente la presencia suele oponerse a la ausencia los chinos se interesaron en pintar los cambios de estado, eso que denominaban transiciones. Impregnaron sus cuadros de humo, espacio y niebla al tiempo que rechazaron todo artificio en beneficio de la naturalidad, la poesía y la verdad.
L.
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