miércoles, 15 de octubre de 2014

Delicias de la vida conyugal

El matrimonio se acabó. Para qué engañarse. Listo. Se acabó. Para saberlo alcanza con salir de paseo como yo, recién, por un barrio de la ciudad. No es difícil. El observador inquieto debe limitarse a mirar hombres y mujeres casados en una mesa de café. Uno frente al otro. El hombre mira el celular. Ella también. El silencio que circula entre los dos es mortal. Junto a ellos pasan parejas jóvenes de la mano. Todavía se besan y se toman de la cintura. Hasta se tocan el culo creyendo que nadie los ve (aclaro que escribí culo para confirmar el contenido ofensivo que se atribuye a este blog desde hace unos días). La cosa es que los jóvenes se miran encantados. Quizás sueñen con casarse algún día, tener hijos, ir de vacaciones a Villa La Angostura y pasar los fines de semana en el shopping Abasto. Patio de comidas. Su ruta. Insisto. El hombre mira el celular. La mujer también. Una vez fui a un cine de Caballito con una amiga. Estábamos viendo una película rusa llamada Koktebel. Junto a mí había una pareja coqueta y circunspecta. Entre los dos rondarían cien o doscientos años. De pronto el hombre, en medio de una escena clave, le informó a la esposa que deseaba ir al baño. ¿Tenés papel?, preguntó ella. No, dijo él. La mujer le dio un rollito y el hombre se alejó. No quiero decir que todos los matrimonios son iguales a ese. Ni siquiera digo que el mencionado sea un mal ejemplo. En todo caso debe haber alguno muy bueno. Pero la institución como tal llegó a su fin. Listo. Se acabó. Ya es tiempo de salvar el amor de la aniquilación matrimonial. No sólo peligran las ballenas. También tenemos que salvar el mar.
L.

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