La vida de ninguna persona, rey o mendigo, es cristalina. Una vida es impura como un monje, como un cuerpo con manchas de nutrición y actitudes vergonzosas, con arrugas, gusto, olfato, deseo de justicia, deseo sexual, ruido del océano, sin excluir deliberadamente nada, entrar en la profundidad de las cosas aunque el camino se parezca a un pozo cuyas paredes están lubricadas quién sabe de qué. Un día cubierto de palomas digitales, con huellas de dientes y hielo roído tal vez por el sudor, el aliento o el uso. Y la melancolía que produce un día de sol, y el pis de las bailarinas, y todas las vulgaridades imaginables por una mente desquiciada. Por qué no. Idilios muertos, creencias vivas, negaciones, dudas, afirmaciones, pago de impuestos tras una larga fila, manchas en el piso perfumado. Se compone la vida de cosas así pero no sólo de ellas. Una vez más el punto es la mezcla, y, ni siquiera hace falta recordarlo, todos moriremos.
L.
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