La primera imagen que tengo de Bocín es la de una pequeña bola rosada y tibia atrapada en la jaula de un pájaro. Mucho tiempo después supe que era un cerdo. Cada vez que iba a la finca –lo cual ocurría una vez al mes- lo veía más grande y menos rosado. Vivía en un pequeño potrero que daba al río, protegido por la sombra de las acacias y alimentado fervorosamente por Giovanni, el hijo menor del cuidador de la hacienda. La relación entre Giovanni y Bocín era casi de hermandad. Él lo lavaba, lo curaba, le hablaba y lo sacaba a pasear con una cuerdita. La escena resultaba un tanto ridícula ya que Bocín era más grande que Giovanni. Él lo abrigaba en las noches con una cobija gris. Una tarde de visita encontré a Giovanni llorando. Le pregunté qué le pasaba y él no respondió. Lo dejé solo. Pensé que era una de las tantas pataletas de niño a la que ya estaba acostumbrada. Un rato después encontré a Bocín en la cocina con los ojos cerrados, la boca entreabierta, la piel blanca y un tenue hilo de sangre rodeando el cuello. Esa noche, pese a que tenía nombre e historia, todos se alimentaron de él. Excepto Giovanni y yo.
Andrea
Andrea
Hermoso relato, Andrea. ¿Lo que cuentas de veras ha ocurrido?
ResponderEliminarLeo, de Cuenca, Ecuador.
Rescatar este tipo de relato con todo lo que ello implica,gracias.
ResponderEliminarMaria
Tampoco me hubiese alimentado de Bocín.
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