Gruswillis, mi gato, se muere. El desenlace fatal no está escrito pero todo parece ir en esa dirección. Mi gato se pierde en los techos vecinos, extrañamente infla sus cachetes, mira hacia la nada con ojos de oro y sube a los tanques de agua como si quisiera ver el mundo desde arriba. Sentado encima de los tubos parece un rey. Esta mañana fui a buscarlo a una terraza próxima -ahí donde ocurrieron las increíbles historias de las que fue protagonista involuntario- y se resistió al salvataje con uñas bien afiladas. Ahora está tirado en el suelo de la cocina. No come, no toma agua, apenas levanta la cabeza. Grusswillis se muere. Ya conté que su nombre surgió de un buen chiste de mi hijos. Y le quedó para siempre. Cuando apenas había nacido lo rescaté de abajo de la rueda de un camión. Nunca me gustaron los gatos. Pero algo pasó en este caso que me llevó a cambiar de idea. El gato me acompañó durante quince años y fue cambiando tanto como yo. Se hizo más sabio y prudente, supo distinguir entre las caricias falsas y las de Andrea, porque en estas últimas reconoció el amor verdadero. Luego incursionó en territorios prohibidos, fue superman y batman al mismo tiempo, y, como guerrillero del alma, aprendió a reclamar a su modo lo que le pertenece. La primera vez que lo traje a casa desapareció por tres meses y un día volvió muy delgado, lastimado y envuelto en cal. Me aburre contar esta historia. Me duele escribir algo tan personal e intrascendente para lectores ignotos. Pero sé que algunos entenderán. Grusswillis ha iniciado el último viaje de su vida. Quizás va de regreso a la rueda del camión originario. Voy a acompañarlo en el largo camino hasta donde él me deje. Si quiere podrá clavarme las uñas en la despedida. Podrá, a partir de ahora, hacer conmigo, con su vida y con su muerte lo que se le dé la gana.
L.
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