Fue, creo, a las cuatro de la mañana. O quizás a las cinco. No quiero ser impreciso. Fue a las cinco. La puerta del cuarto se abrió levemente como solía ocurrir cuando el pequeño ser empujaba esa mole con su cabecita y caminaba en silencio rumbo al inodoro de donde bebía agua. Era una rara costumbre que adoptó en los últimos días. Se apoyaba fuertemente con las patas traseras, deslizaba hacia abajo las delanteras y de ese modo la lengua tan veloz y pequeña llegaba al líquido acumulado en el fondo. No me opuse a que lo hiciera dado que los animales, más aún si están viejitos, saben lo que hacen. Fue, creo, a las cuatro. O tal vez a las cinco. No quiero ser impreciso. Fue a las cinco. La puerta del cuarto se abrió apenas un poco. Andrea, desvelada, me preguntó quién había abierto la puerta en plena madrugada. Me limité a acariciar su pelo suave y le dije que durmiera tranquila. Debe ser el viento, le dije. A continuación me levanté y cerré la puerta del cuarto asegurándome que estuviera bien cerrada. Llorando lo hice. Y no pude ya dormir.
L.
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