A. me cuenta un sueño que tuvo anoche. Lo hace por teléfono mientras yo observo un gran cartel de Coca Cola en un horrible locutorio de la avenida Corrientes. Hay mucho ruido ahí. Una radio prendida con reggetón a todo volumen. El peor lugar de la peor mañana para escuchar el relato de una alucinación imposible. Me cuenta A. que, en el sueño, estaba en una casa repleta de gatos de todos los tamaños y colores. Había marrones, blancos, grises, grandes, chicos, cientos o quizás miles de gatos. En el locutorio hierven las voces. Al fondo hay una especie de tintorería al paso. En el medio venden golosinas a los gritos. Afuera, en la avenida, las motos juegan carreras mortales. Entre tantos gatos, sigue A., no estaba Grusswillis. Justo él no estaba. Se me nubló la vista y no pude distinguir ya las letras del cartel de Coca Cola. ¿Te pasa algo?, oí una voz preguntando desde lejos. No, respondí. No me pasa nada. A. contó un poco más. Finalmente se fueron de la casa todos los gatos menos uno, manchado de blanco y gris, y por un momento pensé que justo ese podía ser el nuestro. Pero no era. Creo que el cartel decía, cuando lo vi por primera vez, destapá la felicidad. Miles de gatos y ninguno es el buscado. Por razones algo difíciles de explicar corté el teléfono y empecé a caminar sin rumbo. Yo sólo quiero aquel.
L.
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