Ese miedo de ir al mar y no encontrarlo en su lugar. Viajar seis o siete horas para ver el mar y toparse con un desierto cubierto de algas secas, peces boqueando, sirenas con la cola sin escamas y los pechos caídos. Ese miedo a no recordar cómo es la forma de un barco, la indefinible curva de una ola, el océano espeso contra las rocas, todo convertido apenas en música vana de tiempos felices y remotos, vacaciones de infancia, guirnaldas de flores en el cuello desnudo, huellas en la arena que deben seguirse hasta la zona prohibida de los médanos. Miedo a la ceguera, o, peor, a la visión de un mar ya sin mar y a ver una playa vacía no de gente sino de playa.
L.
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