Cuando asistí por primera vez a un taller de arte el maestro intuyó mis miedos de principiante y dijo que para un artista no existe nada más inexpresivo y soso que la hoja en blanco. Primero hay que calentar el papel, explicó. Fue así que empecé a manchar la hoja con la intención de hacer la primera gran obra de mi vida. La modelo era delgada, rubia y silenciosa. Había sido novia de Luca Prodan y un día me contó que en noches de invierno, o de infierno, se juntaba con el músico a tomar ginebra. Ahora se sacaba la ropa con una mirada cercana a la ebriedad o el cansancio. En las primeras clases yo estaba afectado por la situación. No es lo mismo dibujar una botella, un plato o una manzana que una mujer desnuda. Eso es así por más profesional que uno sea. El deseo sopla donde quiere y la naturaleza viva resulta especialmente perturbadora. El maestro me decía que los trazos iniciales de carbonilla sobre el papel le dan textura y lo preparan para la acción. Al igual que en la escritura, por más torpes que sean las inscripciones constituyen una buena base para empezar. Hace rato que el papel se había calentado con curvas y rectas inseguras. Y ahora, desde la hoja sujetada con chinches al tablero, me miraba una mujer rara, inesperada y completamente vestida.
L.
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