Cuando la abuela murió dejó de llover. Vino una larga sucesión de días monótonos, sin nubes ni viento. Al principio nadie de la familia prestó atención a la sequía. Había cosas más importantes para pensar. Decidir qué hacer, por ejemplo, con la ropa de la abuela. O con sus fotos y medicamentos. Qué hacer con sus gafas y sus libros. La casa se convirtió en una especie de oficina donde la gente hablaba en voz baja. Solo se tomaba café y la única música aceptada era la del timbre del teléfono. Yo, mientras tanto, veía a los ceibos perder todas las hojas y al lago convertirse en un charco que hasta los mosquitos dejaron de habitar. No había pájaros ni libélulas. No había ranas ni cabalgatas hacia el río. Cuando los adultos despertaron del duelo el mundo que habitábamos había dejado de existir.
A.
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