Quisiera saber por qué el perro de la finca se llamaba Trotsky. Podría preguntarle a mi padre. Fue él quien lo encontró en ese potrero seco, estéril y deshabitado. Hacía tiempo que buscaba un lugar para pasar los fines de semana. Tenía cierta añoranza por la tierra y, acaso también, por el poder que le brindaba la posesión. Durante meses estuvo recorriendo distintas casas, cabañas, casuchas, chozas, hasta mansiones. Yo lo acompañé algunas veces pero él prefería andar solo. Le gustaba internarse en las trochas más precarias. Esas que después de una hora de recorrido no dejaban un riñón en buen estado. Me acuerdo de haberlo visto conducir la camioneta roja, con las gafas tipo MacGyver, el sol quemando su brazo izquierdo y la música de Julio Jaramillo resonando en la siesta. Fue en uno de esos viajes que encontró ese lugar, el más feo de todos. Y lo eligió quién sabe por qué motivo o por qué nostalgia. Después de todo no había más que unas plantas de algodón, una casa, un viejo y un perro que se llamaba Trotsky.
A.

No hay comentarios:
Publicar un comentario