jueves, 10 de marzo de 2011
Un mundo incomprensible
En su estado agónico Grusswillis perdió el norte, el sur, los costados, la noción de arriba y abajo. Mi gato no entiende el sentido de la palabra gato, teme a los ruidos, incluso a los más inaudibles y secretos. No sabe qué cosa es el agua y de qué está llena la vasija donde habitualmente encuentra el alimento. Su situación se parece tanto a la mía que no dejo de asombrarme. Los dos andamos como parias sobre un suelo sin fondo y por momentos nos tornamos invisibles. Tanto que hasta la muerte se confunde a la hora de alcanzarnos y llevarnos de una vez. Grusswillis encontró un raro escondite en la terraza, debajo de la parrilla oxidada, donde se defiende de los ataques de gigantes o molinos de viento. Para él, también para mí, no hay gran diferencia. Como Odiseo escucha apenas las palabras de las ninfas que en alguna parte de su alma evocan la voz acanalada de la siamesa, su amor definitivo hasta donde yo sé. La siamesa lo abandonó un día y se fue con el marrón, un gato salvaje de los techos que solo sabe presumir de batallas jamás libradas. Grusswillis es discreto para sufrir y aún para morir. A estas horas muerde sombras y fantasmas, camina como un zombi en la cocina, supone acaso que está ya en el paraíso adonde van a parar los gatos, las aves y los que no entendemos nada de esta vida.
L.
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