La manguera estaba ahí. Larga y extendida sobre el asfalto. Una débil corriente formaba pequeños ríos que a su vez se bifurcaban en varias direcciones. El sol ardía y nada se humedecía por completo. Teníamos que salir antes del anochecer pero mi padre había decidido lavar el auto a última hora. El teléfono timbró. Era para él. Dejó la manguera en el piso y atendió. Y yo sin poder siquiera lavarme un poco. Mi padre me lo había prohibido una y otra vez. Pero tanta agua. Tanta sed. Tomé la manguera y empecé a mojarme. Primero los pies. Luego las piernas. Cuando me di cuenta el chorro ya caía sobre la cabeza. Mi padre llegó para terminar su tarea y cuando me vio se quedó en silencio. Tuve miedo. Cerré los ojos. Él me quitó la manguera de las manos. Esperé el golpe o al menos un grito.
En su lugar llegó la caricia del agua.
En su lugar llegó la caricia del agua.
Andrea
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