viernes, 21 de octubre de 2011

La oficina


La oficina queda en el puerto y desde los ventanales de vidrio o acrílico se ven los buques enormes que salen rumbo a países lejanos y seguramente hermosos. Mis compañeros no quieren distraerse de sus computadoras, las cuentas, los mails, los celulares, etcétera. Le temen a la posibilidad cierta de realizar sus deseos más añorados y reprimidos. Por eso apagan el aire acondicionado y cierran las ventanas herméticamente. Le temen sobre todo a los barcos. Le temen a la vida. Alguien propuso poner cortinas para que el río no se vea y tampoco florezcan los sueños de playas exóticas con hombres y mujeres desnudos, tambores rítmicos, frutas deliciosas y noches de encanto bajo las estrellas mudas. Ayer hubo dos desmayos. Pronto habrá muertos. Pero mis compañeros persisten en el encierro y la rara fascinación por el ahogo. A veces me canso de esos buzos vocacionales y voy al baño a manera de escape. Descubrí que subiendo a un inodoro y alzando un poco la cabeza puedo ver los barcos desde una ventanita. El vidrio está sucio pero algo se ve. Lo hago en secreto. Casi como un gesto de autoerotismo. Pero nadie se da cuenta y yo disfruto, por unos instantes, de los buques enormes que salen rumbo a las islas flotantes, divinas y desiertas.
L.

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