La decisión de Mubarak -el dinosaurio egipcio- de mantenerse en el poder demuestra la vigencia del principio del placer por encima del principio de justicia y verdad. "Quiero morir en mi país", expresó ayer el mayor aliado de Estados Unidos en el norte de África. O sea. Más allá de la opinión adversa de millones de egipcios lanzados a las calles de El Cairo y otras ciudades, el faraón quiere eternizarse como autócrata y se propone llevar ese deseo hasta el final. Treinta años de desgracias, de cárceles superpobladas de opositores, de miseria y entrega de las riquezas nacionales a la voracidad extranjera no alcanzan. En estos días la represión de las protestas ya se cobró trescientas víctimas fatales. Mubarak y sus aliados se guían apenas por el principio del placer, es decir, no reconocen límites. Está por verse cuánta fuerza tienen las dispersas fuerzas opositoras de un movimiento a todas luces espontáneo para frenar la líbido magnificada del anciano régimen. Nadie niega el derecho de Mubarak a morir en tierra egipcia. ¿Pero por qué ese deseo debe realizarse contra la voluntad manifiesta de casi toda la población?
L.
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