La belleza duele. Tanto duele a veces que lastima de una manera incurable. Uno quisiera esconderse de ella. Preferiría no ver nunca el mar, por ejemplo. O ese rostro entre mil rostros cuya hermosura acaba destruyéndonos. Lo bello también engaña por dominio de las formas. Hay un perfecto juego de líneas y volúmenes que actúa como raro espejismo. Pasado el primer impacto esas líneas curvas y rectas, ese rostro, esas formas divinas revelan de pronto lo que se ocultaba detrás de la máscara bellísima. El divino horror, la fealdad profunda, el egoísmo, la violencia contenida, la amargura. Hay sin embargo una belleza que permanece. Una especie de luz inconmovible y plena. Una música y un mar. Contra eso poco y nada puede hacerse. O sí. Entregarse a su ley. Rendirse ante su imperio.
L.
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