lunes, 10 de octubre de 2011
Mentir
Los adultos le mienten a los chicos desde la más tierna edad. Ya la expresión tierna edad es una infamia. Los niños no paran de asombrarse al escuchar a sus padres, tíos, abuelos, maestros o sacerdotes diciéndoles todo tipo de falsedades. Los grandes mienten supuestamente para estimular en la infancia lo poético o lo fantástico o para ahorrar dolores innecesarios o para evitar males mayores en el futuro. Las primeras mentiras tienen que ver con reyes magos, camellos que traen regalos, papásnoeles que aparecen en los centros comerciales con un ropaje absurdo. Los abuelos no mueren sino que se convierten en estrellas o invisibles protectores. Nadie muere en realidad. Lo sexual directamente no existe. A lo sumo el padre coloca una semillita que extrañamente florece en algún lugar de las mujeres por motivos difíciles de determinar. La violencia tampoco es cierta. No hay guerras ni torturas en el mundo. El borracho de la familia es ocultado. Y hasta el abusador sexual o el padre golpeador es perdonado. Los niños no son tontos y más temprano que tarde descubren la cadena de falacias. Pero tampoco ahí se corta el engaño sistemático. Los chicos crecerán y mentirán luego a sus hijos, a sus amigos, a sus familiares. Qué triste. Conozco dos excepciones. Una es Mafalda. La otra es la de cierto príncipe o niño imaginado por un olvidado escritor francés. No soportaba el engaño de los adultos. Por eso, quizás, Le petit prince fue prohibido en los setenta por la dictadura y echado a la hoguera. La idea era entonces y sigue siendo ahora que lo esencial continue siendo invisible a los ojos, al cuerpo y a la existencia real.
L.
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