Caminando por el barrio -como un antropólogo luego de la tercera guerra mundial- descubro montañas residuales de la Navidad. Cintas de colores que fueron moños de regalos, cajas que guardaron ropa de marca, centenares de botellas de gaseosa, vino, sidra y champagne, raros dispositivos que sirvieron para lanzar bombas y cohetes al espacio, forros usados y sin usar, corpiños rotos, pedazos de asado que son presa de moscas y gusanos, envoltorios de flores ya marchitas. De todo eso emana un olor asqueroso y los únicos reyes que hacen magia para reciclar el desastre son, como siempre, los cartoneros peruanos, villeros y bolivianos, es decir, los enemigos de la patria. No pretendo negar el significado cristiano de las navidades. Pienso apenas en la terrible locura que reinaba hasta hace unas horas (parecía que el fin del mundo se acercaba) para que casi todo eso termine mal embolsado y arrojado con desprecio a la vereda. ¿Valen menos las fiestas por acabar convertidas en montañas de basura? ¿Pierde valor un orgasmo a causa de su extraordinaria brevedad? Por supuesto que no. Lo efímero vale doble justamente por ser efímero. Aún así el reciente paseo por el barrio me dejó pensando y, por qué no decirlo, un poco triste.
L.
Muy bueno ese título!
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