No hace falta que alguien muera para sentir el peso de la ausencia. Ayer nomás, a metros del océano, una familia se guarecía de la brisa marina junto a unos arbustos en la cima de un médano. Dos chicos jugaban a la paleta, una mujer joven, visiblemente escotada y tostada por el sol del mediodía, tomaba mate mientras un hombre hojeaba una revista. Caminé hasta la orilla y al regresar esa familia ya no estaba. Se veían huellas en la arena (el viento las borraría en instantes) y un papel arrugado. No había nadie ahí. Tampoco pruebas de que alguna vez el sitio hubiera estado ocupado. No hace falta que alguien muera para sentir el peso de la ausencia.
L.
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