Desde un noveno piso, y rodeado de edificios, puedo espiar vidas ajenas sin gran esfuerzo. No todas las persianas están bajas y, sobre todo de noche, las ventanas iluminadas dejan ver más de lo debido. Todo consiste en sentarse y esperar. Conozco ya los movimientos del anciano que vive en el cuarto. Vive solo, duerme solo, llora solo. A veces ve televisión. Lo sé porque la cara del viejo se ilumina de tanto en tanto con la inestable luz de la pantalla. Una vez lo vi resbalarse en la cocina y caer. Después escuché la sirena de una ambulancia. A veces me distraigo viendo cómo se desviste la chica del sexto. Parece que lo hiciera a propósito. Abre la ventana de su cuarto, deja encendido el velador y comienza primero por la pollera, después por la blusa y las medias hasta que finalmente se quita el corpiño y la bombacha. El espectáculo es curioso. La veo caminar desde el comedor al baño y desde el baño al living. Lo que suele seguir al streptease es algún paso de salsa o regettón. Sus pechos se balancean de una forma perturbadora y en esos momentos no sé qué hacer. Bajo entonces la vista hacia el tercero donde vive una pareja en guerra permanente. El hombre llega tarde y ni la mira. Ella se lanza sobre él no se sabe si para comerlo o abrazarlo. Pero él se la quita de encima como si fuera un abrojo. Muy tarde en la noche las luces se apagan y no hay más nada que ver. Entonces me levanto de la silla y, sin bajar la persiana, procedo yo también a desvestirme con la idea de dormir. Sé que no estoy solo en la escena. Alguien que conozco bien me observa muy atentamente desde el noveno c.
L.
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