Acabo de leer una lindísima novela de Pavese (El hermoso verano) cuya lectura no puedo recomendar dado que el libro se agotó hace 30 años. La bella estate -así se escribe en italiano- me trasladó a los veranos de mi infancia. No porque hayan sido buenos o malos. Ya se sabe que a diferencia de los niños los adultos idealizamos la niñez y hasta la inventamos. Aún así recuerdo los viajes en familia, la solitaria playa de Quequén, las caminatas por los médanos, el viento cerca del faro, la vida lenta y despreocupada. Entonces, como diría Pessoa, yo era feliz y nadie estaba muerto. Vuelvo a sentir los pasos de una chica llamada Leonor que un día, o una tarde, se acercó a mí por detrás, cerca del mar, y me tapó los ojos con las manos. Ahora pienso que si las vacaciones son tan esperadas es porque secretamente recuperan el mito de los tiempos infantiles. Cuerpos casi desnudos, relojes olvidados, largos crepúsculos y hasta amores de un día. No son noticias de último momento. Son evocaciones inconscientes de un pasado vibrante, hermoso y olvidado.
L.
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