Nos reíamos hace años de los libros de ciencia ficción. Las máquinas triunfaban sobre los hombres, o, peor, los hombres se convertían en robots. Nos reíamos a la orilla del mar de esas pesadillas propias de autores drogados. Jamás un aparato iba imponerse sobre nosotros. Y entonces leíamos poemas de antiguos juglares. O nos besábamos a la vista de todo el mundo. O corríamos como locos, desnudos, contra el viento, en la playa sin fin y sin principio. Encendíamos un fuego y cantábamos viejas canciones embebidas en cielo y lluvia. Ahora miramos desconcertados a nuestro alrededor. Ahora nos rodean extraños mecanismos. Máquinas espléndidas, teléfonos móviles que hasta nos masturban en secreto, cajas de sonido interminable, microondas, radios minúsculas, blackberrys fabulosos, sistemas de conexión múltiple y definitiva. Algunas mujeres se enamoran de vibradores y algunos hombres se alivian con muñecas o videos hot. Nos rodean cables y respiradores artificiales como en una sala de terapia intensiva. Se ha cortado para siempre la señal. Somos miles de millones y nadie conoce a nadie. Miramos el mar o algo que se le parece como fondo de pantalla. De pronto un pez cruza la escena.
A no asustarse. Si fuera de verdad todo se vendría abajo.
L.
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