Katia me besa mientras el carruaje se pierde en la noche. Le propongo una película. Pero ella parece abstraída. Lo único que parece interesarle es una cama y acaso unos libros para hojear antes de dormir. Continuamos el viaje en silencio. En ocasiones acaricio sus pechos, los mismos que ella jocosamente llama mis juguetes. Katia se los presta a cualquiera con tal de superar el tedio que la abruma. No puedo elegir. El cine está cerrado y los caballos avanzan contra el viento frío. Llegamos por fin a la cabaña. El cochero desata los animales y va con ellos al establo. Katia chapotea en el barro y se dirige a la casa dando saltitos. Me hago pis, explica.
Y desaparece en el aire como un rayo entre algodones.
L.
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