domingo, 14 de noviembre de 2010

Mi prima Estefanía


Pura, inocente, impávida, como si nada hubiera pasado entre nosotros, como si nunca hubiéramos hecho tantas cosas que habrían obligado a los abuelos a dar de vueltas en sus tumbas de haberlo sabido, y que de verdad les hizo dar cincuenta y dos vueltas al año pero no en la tumba, sino en la pared, cuando Estefanía, un sábado, volteó sus fotografías para que de allí en adelante nunca más nos vieran hacer el amor los fines de semana. Así era mi prima. Y bella también, y angelical, y pálida. Y por si fuera poco o nada. Por si fueran poco sus grandes ojos, inmensamente abiertos como si estuvieran asombrados siempre de su propia belleza. Como si fueran nada sus mejillas eternamente ruborizadas por la vergüenza de traer desde niñas una calavera adentro. Nada más sus dos manos nacidas para acariciarme. Y poco sus cinco sentidos, sus veinte años, sus treinta y tres vértebras, sus cien mil cabellos, su millón de células o su trillón de átomos. O en una palabra, su cuerpo. Ese cuerpo que tanto amé y conocí, que hoy podría esculpirlo de memoria y con la lengua, en un bloque de sal. Por si fuera nada todo esto, mi prima Estefanía, mi prima íntegra y tersa, mi prima pura y nítida, después de hacer el amor conmigo, la maldita, se quedaba junto a la ventana y bajo su retrato quieta, sentada, contradictoria como un huracán congelado o corno si corriera por sus venas gelatina de piedra. Y además límpida y casta, inmaculada como una promesa de papel arroz, irreprochable como un remolino de lechuzas blancas.

Fernando del Paso / Fragmento de Palinuro de México

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