martes, 16 de noviembre de 2010

Una historia mexicana


La primera vez que besé a Lupe fue a los pies de Tláloc, dios de la lluvia efímera y fatal. En las avenidas Bravo y Cauhtémoc se anunciaba el fin del mundo. Lupe me contó que Tláloc había dormido en un río. Yo casi no la oía. Todo me dolía esa mañana. La manada de taxis, los gritos, la humareda de tacos en parrilla, los quinientos piquetitos en la piel de Frida. Tomé a Lupe de la mano y caminamos. Ella reía y me empujaba. Quería que le comprara dulces, que fuéramos al cine, que nos abrazáramos. México parecía hundirse en tequila y sangre. Ella reía, por momentos cantaba (corazón apasionado/disimula tu tristeza) y luego se colgaba de mi cuerpo como si fuese una rama a punto de caer. La besé por última vez entre los ángeles mudos y sombríos del estado de Guerrero. Después, con alas o sin ellas, Lupe se fue volando hasta posarse en los durísimos hombros de Tláloc, dios de la lluvia efímera y fatal.
L.

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