Páez (mi maestro de arte) intuyó el miedo y me dijo que no existe nada más inexpresivo que la hoja en blanco. Tenés que calentar el papel, indicó. Con trazos balbuceantes empecé a hacer mi primer dibujo. Una tarde creí que la obra estaba terminada. Pero no sé si fue una pincelada de más, el roce de mi propia mano o un rayón involuntario lo que conspiró para que en un segundo se arruinara el trabajo de varios meses. Cuando desconsolado le mostré al maestro lo que había pasado él me miró casi maravillado. Aprovechá esa mancha plásticamente -me dijo-. No la borres. Incorporala a tu obra. Tuvieron que pasar años para que yo entendiera lo que esas palabras encerraban. Pienso ahora que en la mancha se oculta gran parte del secreto de una obra y (por qué no) de una vida. No comulgo con los que se dedican a ahorrarnos las fatigas y desgarramientos de la existencia. No predico la abstinencia para combatir los peligros del amor. No quiero ver en mi jardín la rosa pura y casta de los necios. Aún así debo admitir que en ciertas noches -maldita contradicción- no puedo dejar ni por un instante de soñar con ella.
L.
sí, hay toda una cosa con la pureza que viene de la religión (creo); algunas madres no dejan que sus hijos juegen en el barro. y eso para no hablar de la virginidad que, me parece, es un tema perimido. hay que ensuciarse. para vivir hay que mancharse como dice este post. la pureza está bueno apenas como ideal.
ResponderEliminarGabi
Que cierre tan perfecto, me quedé leyendolo muchas veces y admirando su perfección, que como vos con la rosa, sueño con tener en mis textos algún día. Leyendo cierres así me siento inmensamente pequeña, jeje. Ya llegará lo propio.
ResponderEliminarBeso