La vecina de abajo, la amiga del amigo de una prima, el novio de la chica del lavadero. Todos quieren escribir. Me mandan mensajes diciéndolo claramente. Algunos llaman por teléfono. Quiero escribir, declaran. Cuando les digo que entonces deben limitarse a hacerlo se desaniman. Pegar el culo en la silla, insisto brutalmente. Pero no es eso lo que quieren escuchar. La multitud deseante me recuerda a los que dicen que quieren estar solos. ¡Pero si ya están solos! O a los que quieren enamorarse o viajar. Quizás el problema se resuelva cuando los aspirantes a cualquier cosa remplacen la alucinación por la acción insustituible. Pensemos en un bebé con hambre. Al comienzo alucina la teta. Le basta para ello succionar su dedo o el chupete. Pero cuando el hambre aprieta cambia radicalmente de estrategia y llora, grita, patalea. La protesta resulta y el alimento llega. Los que quieren escribir deberían dejar de alucinar y romperse la cabeza contra el muro del lenguaje. Borronear al menos una frase en un papel. Entre el deseo y su realización hay un abismo gigantesco. Para saltarlo hay que seguir el ejemplo del bebé.
L.
Quien quiere escribir, escribe. El deseo genuino motiva la palabra.
ResponderEliminarNo necesariamente esa palabra es lúcida, es frustrante descubrir cuán limitado somos (soy) para jugar con el lenguaje.
Con cada frase no escrita, retorna lo reprimido. Lloro, grito y pataleo. Si alguna palabra digna nace conmigo, me calmo... aunque pronto vuelvo a chuparme el dedo.
J.
PS: el hambre mata.
Pasa lo mismo con los idiomas. Todos quieren hablarlos pero no estudiarlos, practicarlos, escribirlos meterse en ellos. Sueñan con cursos mágicos que los hagan hablar sin darse cuenta que todo aquello que no ingresó en el cerebro con profundiad y esfuerzo se esfuma y es incapaz de producir los resultados que esperan.Paciencia, esfuerzo y dedicación son palabras en desuso pero imprescindibles para dar forma a los deseos.
ResponderEliminarGraciela B