jueves, 19 de agosto de 2010

El campo idealizado


La hermana de Vero (compañera de trabajo) dice que no aguanta más vivir en la ciudad. Dice que quiere ir al campo. Dice que entre árboles y caballos será feliz. No es la primera vez que escucho algo así. Muchas madres aseguran que tierra adentro sus hijos se criarán más sanos. Y todo el mundo asiente y de algún modo adhiere a esta suerte de idealización rural. Pero, ¿qué sabemos del campo los que hablamos del campo? ¿Estamos dispuestos realmente a ordeñar vacas? ¿Tenemos un proyecto concreto a desarrollar? ¿Sabemos cómo se planta la soja o el trigo? ¿Y si hay heladas? ¿Y los ladrones de caballos? ¿Los conocemos? ¿Vamos a despertar todos los días a las tres de la mañana? ¿Y los bichos? ¿Y la bosta? Leo en una revista que en 2050 el 70 por ciento de la población mundial vivirá en ciudades. Quizás en ese momento pasar del otro lado de la tranquera se convierta en la utopía más acariciada. Mientras esperamos tal vez convenga seguir soñando (y alucinando) con las mañanas campestres.
L.

3 comentarios:

  1. Es como en esa publicidad en donde el tipo se va al campo y se empieza a llevar de a poco todo lo que hay en la ciudad hasta transformar al campo otra vez en ciudad...
    Quizá "el campo" sea simplemente una ciudad más pequeña en donde no haya tantos autos y se pueda respirar un poco más de aire puro. Quizá eso sea "el campo".
    Yo tenía un amigo que se fue al Sur, para huir del smog, pero se volvió porque se intoxicó con aire puro...

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  2. "el campo", "Europa", "alguna provincia del interior", "las sierras", todo es igual, y es un escape. Lo que sería interesante, es involucrarse y aceptar el lugar que tenemos, en donde estamos viviendo ahora...en este momento.
    Los escapes tientan y son interesantes, pero hay que concentrarse en nuestro propio lugar y no en los ajenos...

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  3. Mariana Albizzatti19 de agosto de 2010, 16:37

    Yo no crecí en una casa construida en el centro de cien hectáreas, pero sí crecí en un pueblo muy chico, rodeado de campo sembrado y pasé muchos días en la casa de mi abuelo cuando él era capataz de los peones y vivía en medio de un criadero de cereales. Disfruté mi infancia y mi adolescencia sin temores ni preocupaciones. Mis padres tampoco vivían pendientes de dónde estábamos mi hermana y yo, a pesar de que no existían todavía los celulares. Sabían que muy lejos no podíamos llegar. Me iba temprano sin dar aviso y volvía para cenar, o llamaba a las 11 de la noche para avisar que dormía en lo de alguna amiga. No había sobresaltos. A los 14 años salía con mi grupo de amistades y volvía sola caminando a casa las diez cuadras que había desde el boliche. Incluso lo hice ebria muchas veces. Nada podía pasarme. Vivía al cien por ciento. Pero a los 17 años el pueblo me empezó a quedar chico porque ya lo había caminado todo. Empecé a verlo como una jaula y terminé por soltar el canario que tenía en casa. Hace seis años que vivo en Capital y muchas veces siento ganas de volver para escuchar cómo cantan los pajaritos a la mañana. Vuelvo. Al tercer día no tengo nada más que hacer ahí. La ciudad grande es una puerta abierta.

    Marian

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