Cuando ella y yo bajamos a la playa las olas cumplían como siempre un antiguo ritual. Nubes ligeras viajaban de regreso al país de la pureza mientras las sombras invadían lentamente el escenario. El viento se hundía en el agua y armaba a su antojo todo tipo de dibujos y puntas y estallidos. El mar humeante, acariciado así, con tal esmero, se rompía en manchas de espuma incierta. Cuando ella y yo bajamos a la playa el mundo acababa de nacer y ningún sueño estaba muerto. Las luces huían temerosas hasta quedar reducidas a un solo fogonazo; desde el médano más alto el faro alumbraba débilmente el camino de los náufragos. Y las cosas ocurrían de ese modo cuando nosotros dos bajamos a la playa. En la orilla -un borde sinuoso y húmedo- brillaban algunas piedras que eran mudas como todo lo demás. En el horizonte los buques de carga asediaban la espera con sus arboladuras gigantes; gradualmente encendían sus lámparas de gas y no había de qué preocuparse. Fue entonces, cuando el mar derrumbó los últimos castillos, que pensé en apropiarme del momento. Una foto puede ser un buen sitio donde pasar la noche. Ella se descalzó para sentir el agua directamente con los pies. Antes, creo, se había sujetado el pelo con una cinta, mientras el frío nocturno erizaba la piel extremadamente blanca de sus piernas. Yo permanecí atrás, callado como las piedras, cuando por fin decidí mirarla a través del visor. El universo se mostró de pronto fuertemente recortado. Yo mismo fui borrado del paisaje. La única señal clara en ese cuadro era el perfil tembloroso de la mujer que (ahora) se había detenido a observar el océano como quien no termina de saber lo que está viendo. Todavía me duele su cuello. Todavía no entiendo bien lo que pasó. Y aún hoy mi cuerpo oscila como queriendo imitar la flotación de un barco en movimiento. De pronto una gaviota empezó a disputarle espacio al viento. Yo disparé (se escuchó clic) y alguna cosa se imprimió en algún lado para siempre. Ahora miro la foto en la pared. Decir que esto ha sido es confirmar que no será. Cuando ella y yo bajamos a la playa dejamos huellas de pies desnudos en la arena. Al día siguiente los buques abandonaron su exilio para ingresar al puerto. Anoche no pude dormir. Esta mañana me senté a escribir sobre una imagen que no deja de rondar en mi cabeza. Esta historia empezó cuando ella y yo estábamos descalzos, sin planes, dejándonos llevar por la marea. El resplandor finalmente se produjo. Pero los pactos no eran su destino.
L.
siento como si estuviera ahí...
ResponderEliminarMe encantó.No como conmunmente se usa el verbo encantar, me gustó mucho,sino como lo que es.Dejé en esa playa, a través de texto y foto,una parte de mi.Magia posible.
ResponderEliminarMaria Rosa