Y todo empezó como sí, quiero decir, sin ninguna fe, sin apostar a nada que no surgiera de la vaga idea de encontrarse en una coordenada más o menos similar, esto es, pocas o ninguna palabra, ironías que permitieran, al menos, sobrevivir al verano, alguna ilusión al pasar, por qué no, algún placer que, como escribió ella una vez, no se le niega a nadie, no es como para despreciar, sobre todo en estos tiempos, se reía, se burlaba en realidad de mis discursos más solemnes que efectivos, de la insufrible densidad del palabrerío alimentado en un sinfín de lecturas encorvadas, macerado también en la escuelita como yo mismo le expliqué antes de lo que después vendría, y sí, todo se fue dando en esa línea de encontrarnos pero no, de hablarnos pero sí, de besarnos pero sin que se viera mucho por afuera, o sea, todo ese ritual de pasar de largo por la calle de las funerarias, dejar atrás la plaza, los puesteros trasnochadores, la catedral iluminada, porque, debo aclarar, el contexto ayudaba, claro, una ciudad vestida de fiesta, la avenida del mar, la música encerrada en cada caracol hallado al puro azar, en la parte de la playa donde la arena de vuelve dura de tan mojada, su entrepierna, poniendo decía el caracol en la oreja como para comprobar que ahí sí hay tempestades, que adentro suena la sinfonía del océano y un montón de tonterías al uso que nos gustaba explorar entre risas como si fuera la primera vez porque, claro, todos los amantes creen o suponen que hacen lo que hacen por primera vez, a despecho del mundo y de los diarios, a favor del viento y contra la estúpida cerviz de los viejos acabados, qué importa, nos dijimos, el futuro, la cuestión de la edad, los encantadores de serpientes, qué importa, creo que quisimos convencernos también, aún sin saber que el mundo por supuesto no era nuestro sino de los que nunca han dudado, los que buscan y encuentran, de los que jamás pensaron en matarse con el gas de la estufa, como nosotros, cuando hablamos de la muerte y yo apenas había mirado tu escote y vos todavía no me habías mostrado tu vela roja, esa en la que parecen enredarse dos amantes (como nosotros, dije), y ella se defendía diciendo que no fuera tan rápido, que había que ver, que después de todo y lo de más allá, hasta que sacó esa botella azul de la heladera y llenó los vasos mientras yo miraba, desde el balcón, la ciudad costera y, por fin, lo de bajar por el ascensor, me gustan tus brazos (creo que dijiste o dijo ella), lo del beso en la boca, la bicicleta encadenada y el horror que tengo a volver una y otra vez sobre la misma historia, sobre todo ahora, pero supongo que las historias jamás contadas son las mejores porque de alguna manera hay que imaginarlas, y a veces pienso que lo nuestro fue soñado por otros solamente para probar que no se puede, algún dios cruel, el mismo que nos empujó a la cama cuando todo era o parecía tan perfecto, sin palabras, sin canciones, sin siquiera una sola explicación y cuando ya se habían jugado todas las partidas y los banales sacrificios del final.
L.