jueves, 10 de junio de 2010

Colombia, fútbol y tragedia


Alguna vez pensé que a un país violento como el mío lo mejor que le podía pasar era tener pequeñas alegrías. Ir a un mundial, engendrar artistas sobresalientes, ganar premios al mejor café, a las mejores flores, a las mujeres más lindas, etc. Todo eso se logró muchas veces. Pero la historia demostró que las llamadas buenas noticias de poco sirven cuando los problemas de fondo no se resuelven. En una ocasión Colombia le ganó 5 a 0 a Argentina y clasificó para el mundial de Estados Unidos. Como resultado murieron más de un centenar de personas en los festejos. Un autogol cometido por el futbolista Andrés Escobar en ese mismo torneo le causaría –indirectamente- la muerte unos días después. El Palomo Usurriaga, uno de los más grandes futbolistas que tuvo el Valle del Cauca, fue asesinado en 2004 por sicarios. Hay reinas de belleza encarceladas por narcotráfico. Junto a los cargamentos de fruta y flores se exporta cocaína. Ahora dudo de las fiestas y las alegrías fugaces.
No son más que templos de oro levantados en un suelo de barro.
Andrea

3 comentarios:

  1. Entiendo las contradicciones que te generan los festejos de sangre en tu país, Andrea. También dudo en la Argentina sobre el entusiasmo desmedido que despierta el Mundial en el país de la dictadura, los desaparecidos y el desamparo social. Me gusta el fútbol como a todos. Pero no dejo de dudar. Y no me gusta el bombardeo actual de los medios con ese monotema.
    Richard

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  2. Este título me ha impactado bastante. Es como una tesis, una antítesis y una síntesis, en su respectivo orden; la suma patética y humillante de un país en decadencia. Y el fútbol representa el desequilibrio de esas situaciones "alegres" que siguen maltratando esta tierra.

    Estoy de acuerdo contigo, Andrea, ¿para qué intermedios baratos de sonrisas fugaces en un teatro de estas características¡

    Oportuno post. Un abrazo.

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  3. Como dijo Vallejo "Colombia piensa con las patas y aún así no puede ganar un mundial de fútbol".
    Desde Roma, aún antes de convertirse en un imperio y de absorber casi la totalidad de la Europa occidental, se creía que al pueblo se lo podía calmar con algarabía; eufóricos bocados de patriotismo que al eructarse conllevan un sabor a masacre, pero que como la buena comida no importara el resultado de la defecación, sino la satisfacción al momento ingresar al organismo.

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