Atender un llamado telefónico puede salvar a alguien. Me dirán que la frase parece un consejo de autoayuda. Y tendrán razón. Me dirán que nadie salva a nadie. También es verdad. Pero aún así. En las oficinas los jefes no responden llamados. Por lo general dicen que están en una reunión. A nivel personal pasa algo parecido. Todos están ocupados o dejan el contestador. Cada vez que se toca este asunto recuerdo el caso del escritor italiano Cesare Pavese. Un domingo de agosto de 1950 el refinado autor de La luna y las fogatas alquiló un cuarto en el hotel Roma de Turín, se encerró con un gato y se mató con pastillas. Once días antes había redactado la última página de su diario. Apenas pidió que la habitación tuviera teléfono. La recepcionista del hotel contó luego que el escritor alcanzó a hacer cuatro o cinco llamadas. Habló de manera apremiante con varias mujeres. Las invitó a conversar, a almorzar, a acostarse con él, a lo que fuera. Pero sólo obtuvo el premio de una elegante negativa. No culpo a Tina, Fernanda, Natalia, Coni, Pierina o la donna della voce rauca por no haber contestado. Imagino que para ellas Pavese era un mussone (pesado), un pedante, un aburrido. Puede ser. Pero además era un hombre. Y un poeta mayor. ¿Por qué no atender su llamado? Escuchemos bien. En este mismo instante un teléfono suena en algún lado. ¿Nadie va a atenderlo?
L.
Hola... sí, aquí estoy.
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