Acaba de crear el mundo. Camina lento sobre la arena que él mismo esparció. Hunde sus pies en el mar que brotó de sus manos. Contempla el trigo, el cielo, la indefinible cabeza de un toro. La noche, invento de última hora, lo encuentra rendido. A lo lejos ve un galpón levemente iluminado. Escucha el canto de un millón de aves o cosas que podrían ser aves. Ya no sabe qué hizo en esos días de rara exaltación. Y al recordar un infinito catálogo de nombres y objetos, supone que el lugar podría ser un gallinero. Abre las puertas, avanza unos pasos y se desmaya por fin entre las plumas. Las gallinas lo picotean, defecan en sus ojos, entibian formas ligeras en el pecho enmarañado. Cuando despierta (en el día octavo) no recuerda nada. Ahora es un hombre sucio y humillado como tantos. Abre las puertas del galpón y sale a campo abierto. Nubes oscuras avanzan desde lejos. Las observa en silencio y entiende que pronto va a llover. Dios, ayúdame.
L.
L.
Inventamos dioses para poder resistir. No importa si existen o no. Debemos creer para ver. Muy buena la serie y el seccionamiento de la misma foto. Las veo como partes de una totalidad divina.
ResponderEliminarLudmila
Este texto me parece brillante. Todos podemos ser dios en algún momento. Quizás al amar, al crear, al nacer. Y después de ese acto, ¿qué queda? Una profunda melancolía y sensación de abandono.
ResponderEliminarHermoso.
Rebeca
Tal vez Dios se haya asustado al presentir lo que podría pasar con lo creado.Pero ¿ a quién pedir ayuda? Debe ser muy difícil ser la causa no creada, la original, la inmutable. El creó el mundo y lo echó a andar. Creo que nos dió un espíritu para que sepamos que El existe y que a veces está muy solo.
ResponderEliminarGraciela B