Dicen que fue la mejor época. Cuando la abuela vivía mis hermanos eran todavía niños y en la finca sólo crecían unas pocas matas de algodón. Lo único que podía pasar en esos tiempos era cualquier cosa. Por ejemplo un lago que papá construyó para almacenar el agua que caía en temporada de lluvias. Puerto Amor, así lo bautizaron, se convirtió en centro de reunión de la familia. Ahí se preparaba el asado y el sancocho de gallina cocinado a leña. Bajo la sombra de los samanes colgaban hamacas en las que descansábamos luego de largas caminatas. Lo que más me gustaba de Puerto Amor era la canoa que usábamos con mi padre para cruzar el lago. No sé de qué hablábamos en esos viajes. Quizás de la casa en el árbol con la que soñaba de chica. Ahí, papá, le decía. Y señalaba el ceibo sembrado en medio del agua. ¿Qué queda hoy de todo aquello? La abuela murió. Mis hermanos crecieron. La finca es ahora un terreno fragmentado. Y Puerto Amor, si es que alguna vez existió, fue absorbido por la tierra tras una larga sequía.
Andrea
Andrea