Las semanas santas ya no son como eran. Nada lo es en realidad. Hace veinte años mi abuela vivía y mis tías eran jóvenes. En ese entonces tenían la fuerza y las ganas de pasar horas enteras preparando envueltos de mazorca y secando pescado con sal para poder alimentarnos durante la vigilia. Lo que más me gustaba era el domingo de ramos. Sentada sobre los hombros de mi padre yo agitaba hojas de palma para darle la bienvenida triunfal a quien luego sería sacrificado. El olor a incienso me mareaba un poco. Terminé asociándolo a la muerte. Los jueves y los viernes santos no podía jugar con mis vecinos. Tenía que permanecer callada mientras los adultos escuchaban por radio las últimas noticias. Un tal Jesús de Nazareth había sido traicionado por un mal amigo. Los romanos lo apresaron y en el juicio le tocó pena de muerte. Mi abuela lloraba al escuchar las últimas palabras del Mesías. Mi padre se encerraba a orar en su habitación. Pese a las explicaciones de mis primos yo no podía entender por qué torturaban a un inocente y nadie hacía nada para evitarlo. Luego intentaba dormir. Sabía que al día siguiente (como se olvida un mal sueño) esa historia quedaría atrás.
A.
Al leerte, Andrea, puedo sentir las cosas volviendo a sus orígenes para explicar por qué llegaron hasta acá. Gracias por tu sensibilidad y por el silencio elocuente que envuelve a tus palabras.
ResponderEliminarLeo